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Una mañana en clase, dice José Luis que tiene que subir a San Vicente de Robres porque es jurado de un concurso de pintura. Mi primera reacción fue de incredulidad:  … Un concurso de pintura en San Vicente… ¿En San Vicente de Robres?

–          Sí en San Vicente.

–          ¿Y vais a subir en mula?

–          ¿De qué hablas?

–          Irá por la carretera en coche– Intervino Paca que es una gran aficionada a fotografiar pueblos y contar su historia – Yo ya he estado allí.

–          Fuiste por la pista de tierra.

–          Creo que no estamos hablando del mismo pueblo.

Y aunque pareciera imposible, sí que era. No es que yo lo tuviera olvidado, es que estuve allí de maestra y el relato que sigue os puede dar una idea de qué diferentes eran las cosas en esa época. Tened en cuenta que fue mi primera impresión. De ese pueblo tengo yo recuerdos estupendos.

 

EL CAMINO

«Cuando el autobús hizo su última parada, apenas se distinguía el pueblo sino por unas oscuras siluetas lejanas. Sólo los faros del coche señalaban el camino que debía seguir para llegar a la casa de la tía Marina. Un grupo se acercaba subiendo pesadamente la cuesta. Por fin, ya no estaba sola. Parecían buena gente. La parquedad en palabras del tío Sergio estaba compensada con creces por la actitud parlanchina y cercana de esa buena mujer, que no sabía qué hacer para que me sintiera bien. Las doce de la noche era una hora demasiado avanzada para el lugar, así que, enseguida, me indicaron la habitación que, a partir de entonces, sería mi dormitorio de los domingos en Robres del Castillo. Tendría  que esperar a la mañana del lunes para ponerme en camino hacia San Vicente, una hora monte arriba.

–          ¿Ande está la “maestra”? No podemos demorarnos. Pronto va a llover.

–          ¿Por fin en qué casa se va a quedar?

–          ¡A ver! ¡En la mía! ¡Nadie la “quie” tener!

–          Eso lleva consigo ser el alcalde.

El chirrido de la pesada puerta de madera al abrirse, detuvo en seco la conversación.

–          ¿Cómo está señorita? Dénos el equipaje, que no nos podemos entretener.

Mi primera escuela en propiedad y mi primera decepción. Sólo había pensado en la necesidad de cultura de aquellos pueblos tan alejados, más por la orografía que por los kilómetros, en esos años sesenta. No me había puesto a considerar, ni por un momento, las dificultades que aquella gente sencilla tenía para darme cobijo. Algo alicaída me acerqué al macho. De un lado del serón se desprendía un delicioso olor a pan caliente. Iba repleto de grandes hogazas. Grandes porque debían durar, lo más tiernas posible, toda la semana. En el otro, colocaron mi equipaje. Y sobre el lomo libre de cargamento,  me senté y me sentí,  como una reina. Se me olvidó el disgustillo. ¡Qué bien se iba ahí! Empezó para mí un camino nuevo, sensaciones nuevas, una vida nueva. Muy diferente, muy sencilla, muy bonita. ¡Lo que nos perdemos en la ciudad por estar siempre emparedados entre cemento! Empezaba a descubrirlo.

La tía Rufina tiraba de las riendas dirigiendo a la caballería por ese complicado camino empedrado, todavía con restos de agua de la reciente labor de regadío. No se me alcanzó ni por un momento que, más de un día, tendría que hacer equilibrios por el borde de aquella acequia, o decidirme a caminar por dentro de ella con agua hasta media pierna.  Pronto llegamos a un riachuelo, bordeado por una arboleda, que ya había empezado a dar señales de otoño. Su agua limpia y espumosa proporcionaba al lugar la plasticidad de una pintura, ante la que el espectador queda insatisfecho al no poder captar más que lo que entra por los ojos. Pero es que ahí, se completaba con olores a hierba húmeda, a flores recién abiertas, con el leve sonido del aleteo de un pájaro al cambiarse de rama, con el  monótono golpeteo del agua salvando los desiguales escalones de piedra. Todo invitaba a permanecer pegado al cuadro un tiempo que no teníamos.  Tal vez aquella caballería no entendiera de arte, pero sí tenía claras sus necesidades. Inclinó inesperadamente su largo cuello para apoderarse de esa golosina refrescante, y estuvo a punto de despedirme por las orejas. ¿Habéis visto beber a un caballo? Ellos inventaron el sorbete. Enroscan su lengua a la manera de un tubo y ¿Qué falta tienen de un vaso?  Mucho mejor el agua apresada por las rocas del río. Un bocado aquí, un sorbo allá, un olfatear los aromas apetecibles de esa hierba fresca y flores tiernas, empeñadas aún en no dejar paso a la estación que pretendía acabar con ellas.

 Las nubes se apelmazan y cambian de color con rapidez.

–          ¡Riaaa!!Riaaa! ¡”Amos”! ¡Aún nos vamos a mojar!

–          Da pena perderse esto.

–          No se preocupe, señorita. Por aquí le va a tocar pasar más veces de las que quisiera.

¡Y qué razón tenía! No hubiera querido estar allí aquella mañana en la que el pastor me gritó:

–  ¡Señorita, está loca! ¡Va a fenecer! ¡Con ventisca no se puede salir al monte!

O aquel día de nieve helada en el que los zorros se habían paseado, con la mayor libertad, por delante de mi ventana. O cuando el viento sopló tan fuerte que parecía que las campanas tocaban a muerto. O cuando le pedí a la tía Marina cerillas para encender un fuego y poder espantar a algún lobo que  pudiera encontrar en el camino, y ante mi asombro y perplejidad, me las puso en la mano. Por lo visto podía suceder.

Seguimos el camino mirando al cielo. Bueno, de eso ya se encargaba la tía Rufina. Yo me dediqué a fotografiar mentalmente todo lo que alcanzaba mi vista. Desde la ladera por la que avanzábamos, llena de brezo, tomillo y aulagas, se veían las cimas peladas de la otra vertiente. Pero, si manejabas bien el “zoom” de tus ojos, ibas descubriendo mosaicos repletos de plantas en ocres, rojos y amarillos.

–          Ya llegamos – Dijo la tía Rufina. Yo no veía más que un cerro, plantado como un flan, delante de mis ojos.

–          ¿Dónde?

–          Vamos a evitar el repecho. Este macho va muy cargado.

Un camino bordeaba el cerro. Y justo allí, al final del último recodo, inesperadamente,   apareció el conjunto de casas que formaba la calle principal, tan adaptada a las rugosidades del suelo, como la piel a la cara de un viejo enjuto.»

 

Bona Balda